La huida by Jim Thompson

La huida by Jim Thompson

autor:Jim Thompson [Thompson, Jim]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1959-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo 9

Doc siguió al ladrón a través de la puerta, hasta el tren y luego bajó la rampa hasta la plataforma de carga. El hombre no era visible en ninguna parte cuando él salió del túnel. Pero Doc no esperaba verle. Se ocultó tras una columna cercana y esperó atentamente. Un minuto o dos más tarde, el ladrón salió de detrás de otra columna y volvió a subir la plataforma.

Doc se interpuso bruscamente:

—Muy bien, señor —le dijo—. Solamente quiero… —y tendió la mano hacia la maleta, consiguiendo casi coger el asa.

El ladrón giró la maleta, le volvió la espalda y se dirigió corriendo a la plataforma. Doc se apresuró tras él. Se había equivocado, lo sabía. En la estación debía haber gritado al ladrón, debía haber gritado que era un ladrón. En este caso, el hombre hubiera dejado la maleta y habría desaparecido. Pero había tenido miedo, incluso había creído que no era necesario. Cogido con las manos en la masa, el ladrón la habría dejado sin rechistar.

Desafortunadamente, el hombre era tan desatento, como Doc desconcertante. Había robado aquella maleta, la maleta de su esposa. Ella se había puesto nerviosa y ahora el marido, en lugar de gritar al ladrón se ponía a perseguirle sin decir palabra. Debía ser porque no podía.

Por consiguiente, el ladrón seguía con la maleta, escapándose, con la esperanza de que Doc no se arriesgara a perseguirle. Toda su alegría se había venido abajo cuando vio a Doc tras él. Debía haber algo importante en aquella maleta. Y con Doc incapaz de gritar, aprovecharía la ocasión de largarse con ella. O por lo menos con una parte. Podía pedir una parte de lo que contuviera.

El ladrón era un hombre muy seguro de sí mismo, no se podía negar; en aquella especialidad era necesario serlo. Además —y esto tampoco se puede negar— no había conocido a criminales de la categoría de Doc McCoy.

Solamente había dos puertas abiertas en el tren, una en la sección de coches-cama y la otra para los pasajeros de asiento. El ladrón se acercó a la última, colocándose tras una pareja de edad. El revisor le detuvo cuando empezaba a subir.

—Billetes, billetes por favor —entonaba impaciente el hombre—. Muestren sus billetes, señoras y señores.

Se comprendía que los billetes estaban en el fondo del bolso de la señora. Mientras la mujer buscaba ansiosamente, el ladrón dio la vuelta delante de ella y puso un pie en la escalerilla.

—Billete, ¿billete, señor? —le pidió el revisor.

Pero el ladrón ya había entrado en el vagón.

El revisor le lanzó una mirada amenazadora. La anciana encontró uno de los dos billetes; luego, buscando el otro, le cayeron unas cuantas monedas en la plataforma. Inmediatamente, ella y su marido se inclinaron para recogerlas. El revisor les imploró que dejaran paso a los otros pasajeros.

—Billetes, billetes. Por favor, muestren sus billetes.

Pero también él fue empujado hacia un lado mientras otros pasajeros entraban, subían al tren de tres en tres. Y con una cosa y otra, no solamente fue incapaz de marcar los billetes, sino que poco le importó hacerlo o no.



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